Chile se ha convertido en un supermercado. Lo importante son las cosas. Todo se vende. Todo se compra. Las mercancías nos están aplastando y como son tantas y tan diversas, las personas no trepidan en acumular dinero y poder para conseguirlas. Esto está en la naturaleza del capitalismo, pero ahora, en el siglo XXI, como nunca antes en nuestra historia las mercancías han adquirido vida propia, ocultando las relaciones sociales que les dan origen; en particular, la extrema explotación del trabajo y la inédita concentración del capital en pocas manos que hoy caracteriza la producción de las mercancías.
La exacerbación de la publicidad en la economía de mercado ha debilitado la voluntad de las personas. Como dice el escritor francés Houellebecq, los seres humanos ya no actúan de forma autónoma. Son producto de decisiones externas impuestas por la publicidad: “Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha. Si te detienes dejas de existir. Si te quedas atrás estás muerto.” Tanto nos dominan las mercancías que ahora estamos pagando las consecuencias, con una desorbitada violencia que sorprende.
Es que el sistema imperante ha producido dos tipos de chilenos. Unos, que participan plenamente del poder y la riqueza, vinculados al mercado, comprando y vendiendo aceleradamente cosas y personas. Otros, sin poder ni riqueza, viviendo en el sistema, pero excluidos. Ni los unos ni los otros son autónomos. Ambos se encuentran acosados por la publicidad, por la vorágine de comprar. La diferencia radica en que a los excluidos el fetiche de las mercancías, las marcas, los modelos televisivos, les genera aspiraciones imposibles de materializar.
La violencia irracional reciente once de septiembre no fue tan distinta de aquella que se produjo en Francia, cuando a fines del año pasado, jóvenes de los ghettos pobres incendiaron y destruyeron todos los símbolos distintivos de poder, riqueza y consumo. Lo mismo sucedió en nuestro país, cuando de forma anárquica, sin coordinación política alguna, los jóvenes excluidos atacaron comercios privados, quemaron vehículos, agredieron a Carabineros, destruyeron una sucursal del Banco del Estado y, lo más doloroso, lanzaron una bomba molotov al Palacio de La Moneda. Imperdonable. Si, imperdonable. Pero explicable. Porque si se usa la razón y la inteligencia, y se deja de lado la ideología y la rabia represiva, se encuentran explicaciones. Y, explicarnos la violencia exige reconocer el tipo de sociedad que hemos construido, criticarla y proponer transformaciones. Sólo así evitaremos que el drama se repita.
La hermosa Tonka y el simpático Camiroaga, talentosos comunicadores del canal público de televisión, realizan todos los días publicidad en vivo y directo a empresas telefónicas, casas comerciales, locales de comida rápida y toallas higiénicas. En sus ratos libres muestran sus rostros bonitos para que Ripley y Almacenes Paris vendan más, mucho más. El periodista Mauriziano, al mismo tiempo que dirige un programa deportivo nocturno destaca las bondades de las camisas Arrow y hace deslizar por una pasarela a bellas mujeres que publicitan ropa interior.
El Termómetro, en medio de fieras controversias políticas, obliga a su animador, también en vivo y directo, con la complicidad de los polemistas, a revelar las bondades de una marca de calzado para varones. La política, el deporte, los hechos noticiosos y la vida cotidiana aparecen mezclados con las mercancías, promovidas por los propios hacedores de la opinión pública. Simbolismo de que marcas y personas, casas comerciales y familias, se encuentran entrelazados, no pueden separarse. No somos nada sin un celular, sin una tarjeta de crédito, sin zapatillas nike. El fetichismo de la mercancía llevado a su extremo.Comprara es de vida o muerte.reza la población proveniente de las ex colonias del
La misma televisión y los mismos líderes de las comunicaciones son vistos y escuchados en La Dehesa y en Puente Alto, en Las Condes y en Pudahuel, en Vitacura y en La Granja. Pero en los barrios para ricos las voluntades condicionadas, manipuladas y aplastadas por las marcas encuentran su desahogo en el mall y en el supermercado. No sucede lo mismo con la voluntad de miles de pobladores, especialmente jóvenes, que viven en los ghettos pobres de las poblaciones de los alrededores de Santiago. Son parte del mismo sistema de comunicaciones, pero están excluidos en todo los demás. Sus voluntad junto con ser manipuladas se ven frustradas al no poder materializar sus aspiraciones de consumo.
Los excluidos tienen escasa infraestructura, en muchos casos sin servicios básicos, lejos de colegios y hospitales. Para trabajar tienen que desplazarse muchos kilómetros para ir a trabajar como empleadas domésticas o como obreros de la construcción al Barrio Alto. Sus hijos, sin centros educativos ni espacios deportivos adecuados se encuentran expuestos desde una temprana edad a un medio altamente riesgoso, donde impera el microtráfico y la delincuencia. La vida de los excluidos en esos barrios se va haciendo cada vez más inhóspita, debido al hacinamiento, a la pésima calidad de vida de estas personas y a los altos niveles de criminalidad. Y, lo más lamentable, es que los excluidos no tienen esperanzas de cambiar la vida de sus hijos. Están marcados por la desesperanza y ésta es la mejor amiga de la delincuencia y de la violencia.
El resto de los chilenos, fundamentalmente la clase alta, sus políticos y empresarios, reaccionan ante los excluidos exigiendo de las autoridades "mano dura" y en el mejor de los casos “focalización social”. Represión y cárcel, con el agregado de algunos recursos, ésos que quedan después que se cumpla el compromiso macroeconómico de superávit fiscal. Nunca se ha escuchado una propuesta de efectiva integración para los excluidos. Nadie ha planteado escuelas integradas, salud integrada, deportes integrados, barrios sin segregación social. Y cuando la sugerencia son mayores penas resulta que por las condiciones deplorables de las cárceles ya se sabe por adelantado que ello sólo redundará en mayor delincuencia.
Cuando se abrió la posibilidad de radicar excluidos en una zona de clase media, la escandalera que armaron los habitantes de la Comunidad Ecológica de la comuna de Peñalolén, compuesta en su mayoría por actores, escritores y gente con “conciencia social”, anuló completamente este proyecto. Es el mejor ejemplo que no existe en Chile voluntad política ni conciencia social verdadera para enfrentar la exclusión.
La rabia y el resentimiento acumulado por cientos de miles de personas que sobreviven apiñadas y condenadas a la marginación explican en medida importante el crecimiento de la delincuencia y también permiten entender los episodios de violencia que recorrieron las calles de Santiago el once de septiembre pasado. Los que intentan responder a esta realidad social con más cárcel y represión terminarán, como en Colombia, amurallando sus mansiones, aumentando los costos de seguridad de las empresas y enviando a sus hijos a las escuelas privadas con guardias. Es al revés.
Hay que desalambrar. Los hijos de ricos y de pobres tienen que ir a las mismas escuelas. Los buenos hospitales tienen que atender a la mujer modesta y a la rica. Y la distribución territorial de Santiago, así como su infraestructura, deben terminar con la segregación social que la caracteriza. Esto no es todo. Pero es algo. La violencia se neutraliza con integración social y construyendo una sociedad igualitaria en que se valoren las relaciones entre los seres humanos en vez de las relaciones de las personas con las cosas.
14-08-06
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