jueves, 23 de diciembre de 2010

EL ARANCEL CONSOLIDADO: CAMISA DE FUERZA

Desde 1992 luché por evitar que Chile suscribiera un Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Al mismo tiempo, realicé esfuerzos para que la propuesta chilena ante la Ronda Uruguay del GATT no redujera la consolidación del arancel desde el 35% al 25%, ya que parecía injustificada en condiciones de que nuestra apertura multilateral en la previa ronda de negociaciones de Tokio ya había sido considerable. 

Como suele suceder, los argumentos para convencer que desplegué en ese período de nada sirvieron frente al entusiasmo por el TLC, al ideologismo aperturista y a la arrogancia de quienes creían que la fase expansiva del tigre del sur sería eterna. Adicionalmente, algunos economistas de la Concertación querían demostrar que eran más liberales que Buchi y, además, que su acceso político a los asesores del Presidente Clinton, materializarían el TLC en solo algunos meses. 

El fracaso del TLC (o su variante NAFTA) demostró que todo era “wishful thinking”. Que Chile, a pesar de haber cumplido con buena nota sus tareas económicas, no tenía el suficiente poder para alcanzar un compromiso con EE.UU. más allá de los tradicionales. Que la buena voluntad de Clinton y de sus asesores era insuficiente frente a la fuerza del establishment proteccionista. Este grave error de la política negociadora de Chile significó altos costos para sostener, durante años, equipos negociadores, asesores, abogados y lobistas y, lo que es más grave, culminó, igual que nuestra selección de futbol, en una profunda decepción, después de las injustificadas esperanzas que sembraron las autoridades de Hacienda. 

Ahora, estamos pagando caro otro grave error, que ha colocado en muy difícil posición a los agricultores de nuestro país. Vale decir la consolidación del arancel al 25% ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), con la excepción de los productos sujetos a bandas de precios agrícolas, que se consolidaron al 31.5%. 

Nada justificaba una consolidación arancelaria tan baja ante la Ronda Uruguay, a no ser por las presiones norteamericanas ( en las que la Sra. Carla Hill, la negociadora jefe de los EE.UU., no escatimó procederes) para que la mayor apertura chilena sentara un precedente a nivel de todos los países en desarrollo y facilitara así una globalización, sin mediaciones, con predominio de los países industrializados.

Los costos de la equivocada decisión son ahora evidentes. El gobierno no puede mover las bandas de precios agrícolas más allá del 31.5% para defender sus exportaciones frente a las fluctuaciones de precios internacionales, mientras los subsidios norteamericanos al trigo y a la leche se implementan, sin vergüenza, para garantizar la posición competitiva de los productores en el país del norte. 

Así las cosas, los infructuosos esfuerzos de obtener un “waiver” ante la OMC se han desvanecido, mientras que la opción de salvaguardias resulta insuficiente por el limitado tiempo de su aplicabilidad. El gobierno chileno se encuentra, entonces, dentro de una camisa de fuerza. 

Lo que ha sucedido con la política económica internacional de Chile es la expresión más clara de una visión cortoplacista y de la soberbia que caracteriza a buena parte de los economistas formados en los EE.UU. La creencia de que los éxitos presentes de la economía son permanentes y de que la liberalización y apertura constituyen una razón de Estado y no una razón practica, han colocado a nuestro país en un trance imposible. 

Ojalá esta lección sea útil para la ya próxima rueda de negociaciones multilaterales y, sobretodo, que sirva para entender una verdad indiscutida en política internacional: los Estados no tienen ideología; sólo tienen intereses.

Diciembre, 1999

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