Varios amigos, a quienes aprecio y respeto, me han dicho, que mis artículos respecto de las políticas del gobierno son demasiado duros. Puede ser. Quizás sea un estilo, una forma de ser distinta a lo que se acostumbra en nuestro país. Pero, como dice Luis Casado, el gobierno no nos ayuda mucho a elogiarlo. Me rebelo cuando no se cumplen los compromisos que se suscribieron en la campaña electoral y sobre todo cuando constato, todos los días y no ocasionalmente, que predomina ese respeto reverencial hacia los grandes empresarios y una falta de humanidad, que conmueve, hacia los trabajadores, los jubilados, los estudiantes pobres, los pequeños empresarios y, en general hacia la gente humilde.
Eyzaguirre me cae bien, incluso me divierte que se vaya de lengua y sea dicharachero. Su soberbia no me molesta. También la tenía Aninat, pero éste era aburrido mientras Nicolás tiene picardía y toca guitarra. Lo que pasa es que no comparto la política fiscal del Ministro. Ésta del superávit estructural y su concepción de que las finanzas públicas sean más importantes (y que ameriten mayor poder institucional, incluso vicepresidencial) que las políticas sociales y las de protección ciudadana.
Discutir ésto es fundamental hoy día cuando se desmorona el neoliberalismo en todos los países vecinos y Chile debiera prepararse para lo que viene. Estoy convencido que hay que modificar la estrategia y la política económica. Éstas ya no se sostienen y no sólo por las desigualdades, como dice la OECD, sino porque tampoco ayudan al crecimiento. No me convence la tesis de que la recuperación de la economía mundial y la flexibilidad laboral retomarán el crecimiento y las altas y utilidades del pasado.
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No transaré el legítimo derecho a discrepar, incluso siendo parte del gobierno, precisamente porque me interesa que éste tenga éxito. Además, porque la crítica ayuda a que los países avancen, la democracia se fortalezca y la sociedad civil aumente su participación en los asuntos públicos. Por ello me parece que puedo decirle a Nicolas Eyzaguirre que se equivoca cuando cuestiona las demandas reivindicativas de los trabajadores fiscales, mientras defiende más allá de lo usual a los grandes empresarios que intrusean en política, pagan bajos impuestos a las utilidades y simplemente eluden los de la minería del cobre. Se que no es exclusivamente su responsabilidad ya que hay otros que están en la misma. Por ello sus disculpas valen, sólo que no matiza como otros y, en realidad, su sobreactuación podría ser incluso calificada como franqueza.
Mi barrio Club Hípico, el fútbol con pelota de trapo, la escuela pública y mi padre me enseñaron a ser generoso con los débiles y firme con los poderosos. Yo no renuncio a mi historia y hago el esfuerzo por no bajarme los pantalones frente a los que mandan. A esta altura de mi vida he alcanzado la certeza de que hay que desconfiar de los poderes, de los fácticos y de los formales, lo que la Alicia se encarga de recordármelo a diario. Y no sólo en Chile, sino en cualquier país del mundo y bajo cualquier signo político que los controle. En realidad, la defensa de los débiles y la desconfianza frente a los poderosos me parece debiera ser una norma de vida no sólo de las personas decentes sino también el comportamiento de las autoridades de un gobierno que se dice progresista.
¿Y la derecha, qué?. Aquí hay un gran peligro. No tanto en lo económico, porque al final la Concertación ha hecho más o menos lo mismo. Es sobre todo un peligro cultural, que ha quedado al desnudo en las últimas semanas. Longueira se sacó la careta en el caso Spiniak y revivió el autoritarismo que aprendió y utilizó con Pinochet. A Lavín ya nadie le cree que se preocupa de “los problemas concretos de la gente” porque, como todos los fundamentalistas de la UDI, a la hora de proteger a los niños optó por sus intereses políticos en vez de los “ problemas concretos de los niños”. Además, los fácticos detrás de la UDI han puesto nuevamente en evidencia su doble moral, exaltando la sexualidad televisiva que les da dividendos económicos y despreciando la salud de la población cuando se trata de apoyar una campaña para enfrentar el Sida. Con esta gente Chile transitará hacia la premodernidad.
Entonces, el dilema es grande. La ampliación de libertades que nos ha permitido la Concertación contrasta con la acentuación de las desigualdades económico-sociales durante sus gobiernos y no pueden seguir siendo olvidadas. Y las desigualdades son las principales promotoras del descontento ciudadano. Por tanto, si no se hace un último esfuerzo por reducirlas, habremos sido los responsables de entregar el gobierno a una derecha peligrosa, beligerante y que no respeta la diversidad. Por eso hay que discutir. Por eso hay que criticar.
26-12-03
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