La noche del 11 de septiembre anunció el Chile que viviremos en los próximos años si la clase política no renuncia a la complacencia y si el mundo empresarial persiste en vivir de la ganancia fácil. Porque la violencia de los jóvenes en las poblaciones y el asesinato del cabo Vera no se explican por la insuficiencia represiva del Estado sino por las desigualdades del modelo económico, las exclusiones del sistema político y la discriminación cultural.
Frente a los acontecimientos del 11 de septiembre los políticos de derecha y de la Concertación han respondido con un delirio irresponsable. Los primeros acusaron al Gobierno por su incapacidad represiva, intentando obtener ventajas fáciles de la muerte de un servidor público. Los dirigentes de la Concertación y autoridades de Gobierno elevaron el tono exigiendo pena perpetua para los jóvenes violentos. Unos y otros buscaban mostrarse ante la opinión pública como fieles discípulos de Genghis Khan. Este asalto a la razón contrastó con la cordura que impusieron los afectados.
El Comandante en jefe de Carabineros, el General Bernales, sostuvo que al Cuerpo de Carabineros no le correspondía hacerse cargo de la educación de los jóvenes en las poblaciones marginales. El padre del Cabo Vera, con la generosidad de un hombre bueno, perdonó al responsable del asesinato de su hijo señalando que se merecía otra oportunidad porque la vida lo había tratado mal. La sabiduría de estos dos hombres no se encuentra en los políticos que sólo viven a la espera las próximas elecciones, tampoco en esos economistas cegados por el mercado o en empresarios que ocupan sus energías en inventar fórmulas para bajar salarios y eludir impuestos.
La noche oscura del 11 de septiembre revela que la economía de las desigualdades, la política de las exclusiones y la cultura de la discriminación harán explotar a nuestro país.
La focalización de la pobreza, rostro social del modelo económico, ha dado por resultado la universalización de la desesperanza. En su momento los economistas de Chicago aliados a la mano dura militar privatizaron la salud, la educación y la previsión social. Por esa vía ampliaron los espacios de ganancia a los empresarios y disminuyeron los costos de producción; pero, al mismo tiempo, encarecieron la vida a las capas medias de la población y condenaron a los sectores de bajos ingresos a vivir en la desesperanza.
Los privatizadores y teóricos del Estado mínimo bajaron los impuestos a los ricos y redujeron la captación fiscal, destinando escuálidos recursos para viviendas sociales, hospitales, escuelas públicas y algún modesto subsidio para los más desamparados.
Esa misma política de focalización acorraló territorialmente a los pobres en poblaciones alejadas de sus centros de trabajo y de los espacios físicos ocupados por los sectores de altos ingresos. Así se construyó la muralla que divide a los chilenos según su origen social y cultural.
Los políticos y economistas de la Concertación , que desde la oposición a la dictadura habían cuestionado esta concepción, asumieron con entusiasmo las políticas de focalización social y continuaron con su implementación.
El vigoroso crecimiento económico de los gobiernos de la Concertación favoreció el aumento de la captación fiscal, lo que permitió aumentar los recursos disponibles a favor de la vivienda social, educación y salud pública. Sin embargo, como se persistió en la focalización de la pobreza, la muralla que divide a los chilenos se hizo más sólida.
En consecuencia, el modelo económico y la focalización social han acentuado las desigualdades y la discriminación cultural. Así las cosas, el niño nacido en la población La Legua tiene marcado su futuro. Será delincuente, igual que su padre o empleada doméstica, como su madre. En el mejor de los casos podrá ser obrero de la construcción o prostituta elegante. La escuela en que estudia el niño de la población La Legua, con escasos recursos materiales y pedagógicos, no le permitirá acceder a los conocimientos básicos para desempeñarse en la vida y, con toda seguridad, los malos resultados que obtendrá en la prueba Simce y en la PSU impedirán su ingreso a la educación superior. La escuela municipalizada, y el financiamiento estatal que la sostiene, sólo sirven para reproducir la pobreza.
A ese mismo niño de la población La Legua , convertido en adolescente, se le abrirán los ojos gracias a la televisión y al Internet, hoy día con acceso a pobres y ricos. Estos medios de comunicación le mostrarán que existen otros barrios y otros mundos donde la vida es mejor y más fácil. Mirará telenovelas y los programas de farándula dirigidos por Lucho Jara y la Tonka Tomicic, y gracias a ellos se entusiasmará con mujeres delgadas, teñidas de rubio, y conocerá de la existencia de las zapatillas Nike y los pantalones Lee. Seguro que aprenderá a decir “bacán” y “no estoy ni ahí”, lo mismo que los jóvenes ricos.
Los mensajes, promovidos en vivo y en directo por los animadores de los programas de farándula, le generarán una ansiedad inagotable por consumir y hacer lo mismo que los adolescentes de la clase alta. Recién allí se dará cuenta que eso no le es posible. Caerá, entonces, en la mayor de las frustraciones. Le dará rabia haber nacido en cuna pobre, le molestará que su madre sea empleada de ricos, se explicará porqué su padre está en la cárcel y el odio le nublará la razón. A partir de este momento, el resentimiento, las ansias por consumir y el rechazo a lo que ha sido su vida lo convertirán en un delincuente. Se dedicará al narcotráfico y andará armado.
Existe otra alternativa, secundaria, por cierto, pero posible. Si el joven de la misma población La Legua tiene una mentalidad privilegiada, si ambos padres trabajan y pueden dedicarle atención quizás alcance el puntaje suficiente para acceder a la universidad.
Allí, sin embargo, se encontrará con la barrera para financiar sus estudios y requerirá un préstamo bancario, que le exigirá avales imposibles de encontrar. En ese momento el joven con esperanzas de hacerse una nueva vida caerá en la frustración. Buscará a los amigos de la población que ya están en la delincuencia o, en el mejor de los casos, intentará postular como mensajero en un banco. Pero, la discriminación cultural rechazará su postulación porque vive en una población, marcada por la delincuencia o simplemente porque es de tez morena. La vida es dura. Es cierto. Pero más para unos que para otros.
El joven delincuente, tarde o temprano, caerá en manos de la policía porque cartereó en la calle Ahumada, asaltó una casa o lo agarraron en el tráfico de estupefacientes. Irá, con seguridad, a la misma cárcel donde han estado sus parientes y amigos de la población. Si es débil se lo violarán. Si es fuerte se calificará mejor para delinquir. Como el Estado nunca tiene recursos para reincorporar al delincuente a una vida de estudio y trabajo, volverá a la calle, con más rabia que antes y con más ganas de delinquir.
El asesinato del Cabo Vera y los jóvenes armados en las poblaciones, convertidos en pandillas, requieren una respuesta más integral de la sociedad antes que el aumento de penas carcelarias.
Para encontrar esa respuesta, y muchas otras que exige nuestra sociedad, se precisa de políticos que no vivan exclusivamente para la contingencia electoral, de economistas que trasciendan el mercado y piensen en el largo plazo, de empresarios que entiendan que la inversión social es una urgencia ética que además otorga estabilidad a los países.
Ese tipo de políticos, economistas y empresarios son los llamados a modificar el modelo económico, los que podrán terminar con la focalización para construir una política social universal e integradora, los que trabajarán a favor de una cultura que no discrimine a los más débiles y los dispuestos a terminar con las exclusiones políticas consagradas en la propia constitución.
Sólo con este enfoque podremos derribar la muralla que separa a la sociedad chilena. Y así no se volverá a repetir el lamentable episodio del 11 de septiembre pasado.
19-09-07
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