sábado, 20 de noviembre de 2010

LA HUMILLACION DE ARTURO FREI Y LA NUESTRA


El sentimiento de humillación expresado por Arturo Frei, al visitar al general Pinochet en su condición de detenido en Londres, me hizo recordar una experiencia personal que tuve en Buenos Aires hace 23 años atrás.


En la mañana del 25 de noviembre de 1975, cuatro policías de Coordinación Federal derribaron a patadas la puerta de mi casa, en el barrio de Caballito, cerca de la Plaza Irlanda. Mi esposa Alicia y yo fuimos tratados violentamente por estos repentinos visitantes que nos golpeaban, destruían la casa y se robaban el dinero y las escasas cosas de valor que teníamos. Amarrados, nos llevaron a las oficinas centrales de la Policía Argentina, donde nos tuvieron vendados durante diez días, literalmente a pan y agua, con golpes y amenazas persistentes.


A la incertidumbre por no saber que sucedía con Alicia, separada de mi lado al momento de llegar al edificio principal de Coordinación Federal, se agregaba un dolor intenso por la condición de desamparo en que habían quedado mis hijos Rodrigo y Andrés (de 5 y 7 años), quienes de vuelta de la escuela, se encontrarían sin sus padres y con una casa semidestruída. Me atreví, entonces, a preguntar al comisario (creo que de nombre Quinteros) el motivo de la detención y nuestro futuro próximo. Me respondió que a petición de la DINA era buscado y que sería enviado inmediatamente a Santiago. Cuando pregunté, con sorpresa, que tenía que ver la policía argentina con un profesional chileno, que trabajaba en las oficinas del INTAL (organismo internacional dependiente del BID), se me respondió al mejor estilo porteño: sos gil o te hacés.


Podemos tener muchas diferencias con el Estado chileno, pero ninguna en el entendimiento y colaboración para aplastar a terroristas, marxistas, izquierdistas y quienes los ayudan. Recordé, en ese momento, que aparte de mi trabajo profesional, asesoraba a un programa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), para ubicar en países solidarios con el exilio chileno a estudiantes y académicos que se encontraban detenidos en campos de concentración o que habían quedado sin trabajo en Chile.


Gracias a la solidaridad internacional, y probablemente debido al hecho que dos ciudadanos británicos fueron casualmente detenidos en la misma ofensiva represiva, no fuimos devueltos a territorio chileno. Mi esposa y yo, junto con Juan Bustos, Ernesto Benado, Catalina Palma y algunos otros exiliados fuimos encerrados en la carcel de Villa Devoto, “a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”. Esto significaba que, sin juicio por delito alguno, quedábamos detenidos, bajo la voluntad discrecional del gobierno argentino, por ser individuos supuestamente peligrosos.


En la carcel de Villa Devoto mi esposa y yo estuvimos durante casi un año, sin autorización para vernos. Muy ocasionalmente se nos dió la oportunidad de recibir la visita de nuestros padres, que debieron instalarse en Buenos Aires, para proteger a nuestros hijos que durante varias semanas fueron amenazados telefónicamente. 


La visita familiar en la carcel de Villa Devoto contemplaba una revisión anal y vaginal para los familiares de los presos, con lo que se pretendía evitar el probable ingreso al penal de alguna lectura, lo que se encontraba terminantemente prohibido.


Recuerdo hoy día, con el mismo dolor de hace 23 años, el llanto incontenible de mi hijo Andrés que en dos ocasiones no pudo ver a su madre, por impedimento caprichoso de las gendarmes.


El 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe de Videla en Argentina. En días previos nos visitaban unos individuos, vestidos de civil, con aspecto facineroso. En cada piso de Villa Devoto nos obligaban a identificarnos, nos desnudaban y nos apuntaban con subametralladoras. Los encierros habituales de 23 horas en las celdas se convirtieron en permanentes durante las dos semanas previas al golpe y las dos semanas posteriores.


La carcel, que había sido dificil hasta antes del golpe de Videla, se convirtió en un infierno después del 24 de marzo. La relativa certidumbre, que por nuestra condición de chilenos, alcanzaríamos la libertad se transformó en miedo e inseguridad, cuando varios compañeros argentinos fueron sacados de sus celdas y asesinados por la espalda en los alrededores del aeropuerto de Ezeiza o incluso cerca de Villa Devoto.


Hasta ahora no me puedo olvidar de Gonzalo Carranza, joven de 27 años a quien conocí en una celda de castigo, dónde por 15 días nos golpearon y tiraron agua fria durante todas las noches. Gonzalo se había enfrentado varias veces a la policía y, según me lo dijo, se la tenían jurada. Al poco tiempo me enteré que lo habían sacado de la carcel y su cuerpo apareció ametrallado.


En ese período, en que la muerte nos rodeaba, se hablaba abiertamente de la coordinación militar represiva entre la DINA y los militares argentinos. En tales condiciones, nuestros abogados (amenazados a diario por los “ servicios de seguridad”) aceleraron trámites y apelaron a todo tipo de instancias internacionales para obtener nuestra salida de la cárcel.


Una mañana de septiembre de 1996, días antes del asesinato de Letelier en Washington, la Policía Federal me sacó de la carcel y me condujo esposado hasta el aeropuerto de Ezeiza, dónde me colocaron en un avión de Aerolineas Argentinas, expulsado a Gran Bretaña. Al cabo de dos semanas me reencontré con mi esposa, la que poco antes de la partida debió sufrir, durante una noche de pesadilla, todo tipo de acosos sexuales de parte de funcionarios de la misma Policia Federal. Algunos días llegaron desde Chile nuestros hijos, con quienes nos reuniríamos luego de una dolorosa separación.


Como se sabe, mi experiencia no fue única. En aquellos años, miles de chilenos vivieron la detención, la tortura, la desaparición y la muerte, en territorios chileno y argentino. En mi caso, el de mi familia y de algunos otros amigos que nos exiliamos en Argentina, experimentamos directamente lo que fue la Operación Condor, vale decir la coordinación policial y la actuación extraterritorial de funcionarios de la DINA en Argentina.


A pesar de lo vivido, debo decir que me he reconciliado con Argentina y sus instituciones. Que lo sepa el Presidente Menem y su Embajador en Santiago. A comienzos de 1994 recibí la buena nueva, junto con todos los que estuvimos presos “a disposición del Poder Ejecutivo Nacional” que seríamos indemnizados, y no sólo por haber estado presos sin cargo alguno, sino además por haber sido expulsados sin poder retornar a Buenos Aires hasta que se levantó tal disposición con el Presidente Alfonsín.


Pero mucho más importante que la reparación monetaria, fue el encuentro que tuve en Quito con el Comandante en Jefe del Ejercito Argentino, General Martín Balza. Invitado a almorzar por la Embajadora argentina, le conté al general Balza la experiencia vivida en Buenos Aires. Al terminar mi historia, el general emocionado y con los ojos al borde de las lágrimas, me dijo lo siguiente: Embajador Pizarro, le ruego me perdone por lo que le hicimos; esto nunca más sucederá en mi país. Con estas palabras, que ya las había hecho públicas a su propia nación, me sentí reparado por Argentina.


Todavía estoy esperando la reparación de mi país. El gesto de Arturo Frei no ayuda a ello. El de Pinochet es el que se necesita.

22 de noviembre de 1998

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