sábado, 20 de noviembre de 2010

GRACIAS, GENERAL BALZA


La valentía, dignidad y humanidad que expresó el General Balza en sus declaraciones a la prensa chilena no me han sorprendido. Siendo embajador en Ecuador, a mediados de 1995, tuve la suerte de conocerlo, gracias a una invitación de la embajadora de Argentina, María Esther Bondanza. Le conté mi experiencia en Buenos Aires, que escuchó con respetuosa atención.

En la mañana del 25 de noviembre de 1975, pistola en mano, cuatro policías de Coordinación Federal derribaron a patadas la puerta de mi casa, cerca de la Plaza Irlanda. Mi esposa Alicia y yo fuimos tratados violentamente por estos repentinos visitantes que destruían la casa y se robaban las escasas cosas de valor que teníamos. Amarrados, nos llevaron a las oficinas centrales de la Policía Argentina, donde nos tuvieron vendados durante diez días, a pan y agua, con golpes y amenazas persistentes.

A la incertidumbre, por no saber lo que sucedía con Alicia, separada de mi lado al momento de llegar al edificio principal de Coordinación Federal, se agregaba un dolor intenso por la condición de desamparo en que habían quedado mis queridos hijos Rodrigo y Andrés, quienes de vuelta de la escuela se encontrarían sin sus padres y con una casa semidestruida. El motivo de la detención, según se me señaló, era una petición de la DINA. Cuando pregunté, con sorpresa, qué tenía que ver la policía argentina con un profesional chileno que trabajaba en las oficinas del INTAL (organismo internacional dependiente del BID), se me respondió al mejor estilo porteño: sos gil o te hacés. Podemos tener muchas diferencias con Chile, pero ninguna en el entendimiento y colaboración para aplastar a terroristas, marxistas, izquierdistas y quienes los ayudan. 

Recordé, en ese momento, que además de mi trabajo profesional, asesoraba a un programa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), para ubicar en países solidarios con el exilio chileno a estudiantes y académicos que se encontraban detenidos en campos de concentración o que habían quedado sin trabajo en Chile.

Gracias a la solidaridad internacional, y probablemente debido al hecho que dos ciudadanos británicos fueron casualmente detenidos en la misma ofensiva represiva, no nos devolvieron a territorio chileno. Mi esposa y yo, junto con otros exiliados fuimos encerrados en la cárcel de Villa Devoto, "a disposición del Poder Ejecutivo Nacional". Esto significaba, que sin delito alguno quedábamos detenidos, bajo la voluntad discrecional del gobierno argentino, por ser individuos supuestamente peligrosos.

En la cárcel de Villa Devoto mi esposa y yo estuvimos durante casi un año, sin autorización para vernos. Muy ocasionalmente se nos dio la posibilidad de recibir la visita de nuestros padres, que debieron instalarse en Buenos Aires para proteger a nuestros hijos que durante varias semanas fueron amenazados telefónicamente. 

Estando en la cárcel, el 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe militar en Argentina. La cárcel, que había sido difícil hasta antes del golpe de Videla, se convirtió en un infierno a partir de ese momento. La relativa certidumbre de que por nuestra condición de chilenos alcanzaríamos la libertad, se transformó en miedo e inseguridad, cuando varios compañeros fueron sacados de sus celdas y asesinados por la espalda en los alrededores del aeropuerto de Ezeiza e incluso cerca de Villa Devoto.

En ese período, en que la muerte nos rodeaba, se hablaba de la coordinación militar represiva entre la DINA y los militares argentinos. En tales condiciones, nuestros abogados, amenazados a diario por los "servicios de seguridad", aceleraron trámites y apelaron a todo tipo de instancias internacionales para obtener nuestra salida de la cárcel. Una mañana de septiembre de 1976, la Policía Federal me sacó de la cárcel y me condujo esposado hasta el aeropuerto de Ezeiza, donde me colocaron en un avión de Aerolíneas Argentinas, expulsado a Gran Bretaña. Al cabo de dos semanas me reencontré con mi esposa, la que poco antes de la partida debió sufrir, durante una noche de pesadilla, todo tipo de acosos sexuales de parte de funcionarios de la misma Policía Federal. Algunos días después llegaron desde Chile nuestros hijos, con quienes nos reuniríamos luego de una larga y dolorosa separación.

Al terminar mi historia, quien era en ese momento el Comandante en Jefe del Ejército Argentino me habló lleno de emoción y con ojos al borde de las lágrimas: "Embajador Pizarro, le ruego me perdone por lo que le hicimos; esto nunca más sucederá en mi país". Con estas palabras, que ya las había hecho públicas a su propia nación, me sentí reparado por Argentina. Eran las palabras de un hombre justo y valiente, que sin hacer cálculos políticos en el fondo me expresaba lo mismo que dijo en su reciente visita a Santiago: “ 

¿Quienes éramos las FF.AA. para decidir quienes tenían que vivir o morir? ¿Quienes éramos para recurrir a macabros procedimientos, como el homicidio, la desaparición forzosa de personas, la tortura, la privación ilegítima de la libertad y la reducción a la servidumbre?” “Las FF.AA. tienen el monopolio legal de la fuerza para emplearla en favor de los intereses de la nación, la soberanía, la vida y la libertad de nuestros compatriotas. Pero la emplearon contra el pueblo” (El Mercurio, 27-09-03)

Mi experiencia no fue única. En aquellos años miles de chilenos vivieron la detención, la tortura, la desaparición y la muerte. En mi caso, el de mi familia y de algunos otros chilenos que nos exiliamos en Argentina, experimentamos directamente lo que fue la Operación Cóndor; vale decir; la coordinación policial y la actuación extraterritorial de funcionarios de la DINA en Argentina. Nosotros tuvimos suerte. Otros no la tuvieron: fueron asesinados y sus hijos entregados a los represores.



Las palabras del General Balza me reconciliaron con Argentina. Además, en 1994 recibí la buena nueva, junto con todos los que estuvimos presos "a disposición del Poder Ejecutivo Nacional", que seríamos indemnizados, y no sólo por haber estado presos sin cargo alguno, sino además por haber sido expulsados sin poder retornar a Buenos Aires hasta que se levantó tal disposición con el Presidente Alfonsín. Todavía estoy esperando el perdón y la reparación que me deben los civiles y militares chilenos que me expulsaron de la Universidad de Chile, que me obligaron a 17 años de exilio y que con la Operación Condor nos encarcelaron, dejando en la indefensión a mis hijos. Recientemente, el General Cheyre hizo un avance con el “nunca más”, que no fue capaz de efectuar Pinochet. Sin embargo, los civiles instigadores del golpe y de la represión han mantenido riguroso silencio. Éstos no tienen la humanidad, dignidad y valentía del General Balza.


El Periodista 3 de agosto-2003

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